Aldo Bonanni
Parte 1 de 3
La imagen va
desde aquel triste 18 de julio de 2000, en el Pedregal de San ángel, y de inmediato retrocede hasta
pocos meses después de la Decena Trágica, en la San Rafael. Son dos ciudades
distintas, aunque tengan la misma denominación. Dos ciudades tocadas, abrazadas
al mismo tiempo por quien fue ariete, interior, árbitro y entrenador. Todo esto
nada más dentro del campo de futbol. Fuera de él, periodista, cronista, comentarista,
columnista, narrador y analista. Fuera del futbol, en otros terrenos de juego,
beisbolista, volibolista, saltador triple, velocista y profesor de educación
física. Fuera del deporte, lector insaciable, hombre de vasta cultura general, maestro
normalista, abogado, productor y locutor cinematográfico. Por si fuera poco,
alguien que desde joven aceptó toda clase de trabajos, aunque nunca pidiera
ninguno: mozo de cantina, inspector de camiones… quién sabe cuántas cosas más.
Y de vuelta
a la imagen, se desliza desde el féretro en alguna funeraria en Félix Cuevas
hasta la estampa de un niño en el México de la convulsión revolucionaria, igual
yendo de la mano de don Egidio, su padre, a ver jugar al España… igual
escapándose de la escuela para irse a jugar al beisbol con la pelota que
fabricara con una canica y una media de hilo de la hermana.
Hay muchas
maneras de recorrer una vida tan intensa, pero casi siempre, al hacerlo, se
escuchan cuatro palabras. Casi siempre, porque a veces la experta voz del narrador
se hincha de júbilo, y las cuatro palabras se convierten en tres: “¡Borja, no
falles!” Y luego otras tres: “¡Gol de México!”
Es la
película imaginaria de la vida de don Fernando Marcos. Hoy no le toca el
noticiero que abre el programa cinematográfico. Hoy le toca la función estelar,
pues a pocos días de cumplirse 100 años de su natalicio, es justo que el futbol
mexicano rememore a un personaje que tanto le dio.
El 30 de
noviembre de 1913, en los caóticos días de la dictadura huertista, nació el
hijo de Egidio Marcos –un inmigrante gallego, nativo de Barro, en Pontevedra– y
Filomena González –también española. No fue un niño ordinario: terminó la
primaria en tres años, y por eso le sobró tiempo para trabajar en diversos
oficios y entretenerse con diversos deportes. Pero entre todo ello, el rodar de
la pelota terminó por enamorarle, seguramente influido por las ya referidas
asistencias al Parque España. Ahí vio el juego nada preciosista pero sí muy
efectivo de los albinegros, amos absolutos del balompié mexicano en aquellos
años. Vio muchas cosas en esos partidos; incluso morir a un hombre que estaba
sentado junto a él en la tribuna y que recibió un tiro en la cabeza luego de
una riña.
La escuela
pronto se volvió aburrida para alguien que desde que aprendió a leer tuvo en
los libros a sus mejores amigos. Los mejores… hasta que quedó prendado de la
pelota. Al poco tiempo, también las tablas que usaba como bates fueron hechas a
un lado, y formó un equipo de futbol que jugaba tan bien que cuando el dueño
del Germania, el club de la colonia alemana, lo vio, dijo que a partir de ese
momento ese conjunto conformaría el cuadro infantil de “los fúnebres”. Y
entonces vino el pacto: los mozalbetes juraron que o llegaban todos juntos a
Primera o ninguno.
El destino
hizo que el joven Marcos no pudiera cumplir esa promesa. Un día de 1931, el
primer equipo del Germania tenía que afrontar un partido contando el entrenador
suizo Piero Cattori con solo 10 jugadores. Notando el faltante, con toda
astucia, Marcos se paseó frente al técnico hasta que éste lo llamó a cambiarse
para entrar al campo de juego. Ese día anotó un gol, pero lo más importante fue
que llamó la atención de Baltazar Junco, hábil directivo del Club España, quien
le ofreció jugar con los albinegros el próximo partido, contra el América. El
joven le metió un doblete a los cremas, por lo que Junco le pagó con 25 pesos
(su padre le daba 50 centavos de “domingo”) y lo siguió invitando a jugar
partidos con los hispanos, hasta que definitivamente le ofreció incorporarse
oficialmente al equipo. Fiel al pacto con sus compañeros, Marcos declinó la
oferta… por un tiempo: la firme autoridad paterna de don Egidio,
fulminantemente, se impuso, y el extraordinario muchacho acabó vistiendo la
casaca del equipo más laureado de toda la historia del futbol en México.
En el club
hispano se reencontró con Luis “Tití” García Cortina, otrora su compañero de
escuela en el Colegio Francés, y coincidió también con alguien con quien
formaría una gran mancuerna dentro y fuera del campo: otro Luis, “el Pirata” de
la Fuente. En las filas albinegras –de donde también saldría Manuel Alonso– se
estaba gestando una de las mejores generaciones de futbolistas mexicanos de la
historia.
Marcos ganó
con el España la liga 1933–34. Cuando México tuvo que afrontar la eliminatoria
para la Copa del Mundo Italia 1934, fue convocado a la selección nacional. De
la Fuente y Alonso también. Al final de cuentas, nuestro biografiado solo jugó
un partido eliminatorio, contra Cuba, el 18 de marzo de 1934, marcando uno de
los goles con los que México aplastó a los caribeños esa tarde (4–1) en el
Parque España. Pero siguió formando parte del seleccionado en toda la
eliminatoria, incluido el encuentro decisivo en Roma contra Estados Unidos.
La aventura
europea
Tras un
viaje lleno de contratiempos, como divisiones entre los jugadores, la tan
mexicana costumbre de dejar todo a la última hora (poco entrenamiento y mucha
diversión en el barco), sin faltar –por supuesto– la clásica improvisación de
los directivos, México arribó a la capital italiana seguro de vencer a los
estadounidenses. Antes del partido, las vivencias ya se acumulaban: conocieron
al Papa Pío XI, quien los bendijo; Fernando Marcos y Luis de la Fuente fueron
arrestados por mentarle la madre a Mussolini; un supuesto director de cine
italiano se “enamoró” del veracruzano… pero la verdad es que, entre la infaltable
fiesta, el nerviosismo y la falta de preparación se iban acumulando.
El 24 de
mayo, día del encuentro, en el Estadio del Partido Fascista (hoy aún en pie con
el nombre de Flaminio), los dos seleccionados norteamericanos saltaron al
campo. Los estadounidenses, con tres de los semifinalistas de 1930; los
mexicanos, con seis jugadores del Necaxa y sólo uno del España: Manolo Alonso.
Marcos y De la Fuente se quedaron en el banquillo. Su coequipero marcó el
primer tanto al minuto 23, y todo parecía ir en orden, pero luego se apareció
una pesadilla llamada Aldo Donelli y los gringos
dieron la vuelta al marcador. Tras el descanso, el defensa derecho Antonio
Azpiri fue expulsado. En ese tiempo se jugaba únicamente con dos zagueros y no
había cambios. Los estragos de la ausencia de “El león de las canchas” fueron
catastróficos: Donelli marcó otros dos goles, ante los cuales el tanto de
“Nicho” Mejía, del Atlante, resultó insuficiente. Las barras y las estrellas se
quedaban en Roma a disputar el mundial. El águila y la serpiente, maltrechas,
deambularían por tierras europeas unas semanas más. Los federativos, confiados
en que la selección clasificaría, habían comprado pasajes de regreso para mucho
después.
En México,
mientras tanto, en el Colegio Cristóbal Colón, donde Marcos trabajaba, toda
actividad se suspendió para escuchar el partido por radio. A la decepción de la
derrota del seleccionado se sumó la de que el maestro de ese plantel no actuó
en el encuentro.
En el viejo
continente, tras la derrota, el problema era costear la estancia de toda la
delegación hasta que se pudiera volver. Para ello, se concertaron partidos en
Suiza y en Holanda. Tras los mismos, vino el del 16 de junio en Gijón, contra
la selección de Asturias. Aunque ésta venció por 5–2, cuatro jugadores llamaron
la atención en la madre patria: el medio (luego sería defensa) Carlos Laviada y
los delanteros Fernando Marcos, Manuel Alonso y Luis de la Fuente. Todos
recibieron ofertas para quedarse a jugar en clubes hispanos. Laviada y Alonso
aceptaron a la primera. Marcos y De la Fuente se negaron. De última hora, “el
Pirata”, en buena medida motivado por obtener más dinero para el regreso de sus
compañeros, accedió a quedarse a jugar en el Racing de Santander. Marcos tuvo
que lanzarle sus maletas al muelle. Para él no había otro lugar para vivir que
México. Convencido de su decisión, volvió a su país, llevando entre sus muchos
recuerdos del viaje la visita al pueblo natal de su padre.
La lesión
De vuelta
con el Club España, Fernando Marcos ganó con este equipo otra liga: la de
1935–36. Sería la última. En un partido contra los “rabanitos” del México,
marcó tres goles. La respuesta fue una patada en la rodilla de la cual nunca
pudo recuperarse. La breve carrera del futbolista había llegado a su fin. La
del crack todólogo apenas estaba
comenzando.
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