viernes, 15 de noviembre de 2013

Marcos, el crack todólogo

Aldo Bonanni

Parte 1 de 3

La imagen va desde aquel triste 18 de julio de 2000, en el Pedregal de San ángel, y de inmediato retrocede hasta pocos meses después de la Decena Trágica, en la San Rafael. Son dos ciudades distintas, aunque tengan la misma denominación. Dos ciudades tocadas, abrazadas al mismo tiempo por quien fue ariete, interior, árbitro y entrenador. Todo esto nada más dentro del campo de futbol. Fuera de él, periodista, cronista, comentarista, columnista, narrador y analista. Fuera del futbol, en otros terrenos de juego, beisbolista, volibolista, saltador triple, velocista y profesor de educación física. Fuera del deporte, lector insaciable, hombre de vasta cultura general, maestro normalista, abogado, productor y locutor cinematográfico. Por si fuera poco, alguien que desde joven aceptó toda clase de trabajos, aunque nunca pidiera ninguno: mozo de cantina, inspector de camiones… quién sabe cuántas cosas más.
Y de vuelta a la imagen, se desliza desde el féretro en alguna funeraria en Félix Cuevas hasta la estampa de un niño en el México de la convulsión revolucionaria, igual yendo de la mano de don Egidio, su padre, a ver jugar al España… igual escapándose de la escuela para irse a jugar al beisbol con la pelota que fabricara con una canica y una media de hilo de la hermana.
Hay muchas maneras de recorrer una vida tan intensa, pero casi siempre, al hacerlo, se escuchan cuatro palabras. Casi siempre, porque a veces la experta voz del narrador se hincha de júbilo, y las cuatro palabras se convierten en tres: “¡Borja, no falles!” Y luego otras tres: “¡Gol de México!”
Es la película imaginaria de la vida de don Fernando Marcos. Hoy no le toca el noticiero que abre el programa cinematográfico. Hoy le toca la función estelar, pues a pocos días de cumplirse 100 años de su natalicio, es justo que el futbol mexicano rememore a un personaje que tanto le dio.
El 30 de noviembre de 1913, en los caóticos días de la dictadura huertista, nació el hijo de Egidio Marcos –un inmigrante gallego, nativo de Barro, en Pontevedra– y Filomena González –también española. No fue un niño ordinario: terminó la primaria en tres años, y por eso le sobró tiempo para trabajar en diversos oficios y entretenerse con diversos deportes. Pero entre todo ello, el rodar de la pelota terminó por enamorarle, seguramente influido por las ya referidas asistencias al Parque España. Ahí vio el juego nada preciosista pero sí muy efectivo de los albinegros, amos absolutos del balompié mexicano en aquellos años. Vio muchas cosas en esos partidos; incluso morir a un hombre que estaba sentado junto a él en la tribuna y que recibió un tiro en la cabeza luego de una riña.
La escuela pronto se volvió aburrida para alguien que desde que aprendió a leer tuvo en los libros a sus mejores amigos. Los mejores… hasta que quedó prendado de la pelota. Al poco tiempo, también las tablas que usaba como bates fueron hechas a un lado, y formó un equipo de futbol que jugaba tan bien que cuando el dueño del Germania, el club de la colonia alemana, lo vio, dijo que a partir de ese momento ese conjunto conformaría el cuadro infantil de “los fúnebres”. Y entonces vino el pacto: los mozalbetes juraron que o llegaban todos juntos a Primera o ninguno.
El destino hizo que el joven Marcos no pudiera cumplir esa promesa. Un día de 1931, el primer equipo del Germania tenía que afrontar un partido contando el entrenador suizo Piero Cattori con solo 10 jugadores. Notando el faltante, con toda astucia, Marcos se paseó frente al técnico hasta que éste lo llamó a cambiarse para entrar al campo de juego. Ese día anotó un gol, pero lo más importante fue que llamó la atención de Baltazar Junco, hábil directivo del Club España, quien le ofreció jugar con los albinegros el próximo partido, contra el América. El joven le metió un doblete a los cremas, por lo que Junco le pagó con 25 pesos (su padre le daba 50 centavos de “domingo”) y lo siguió invitando a jugar partidos con los hispanos, hasta que definitivamente le ofreció incorporarse oficialmente al equipo. Fiel al pacto con sus compañeros, Marcos declinó la oferta… por un tiempo: la firme autoridad paterna de don Egidio, fulminantemente, se impuso, y el extraordinario muchacho acabó vistiendo la casaca del equipo más laureado de toda la historia del futbol en México.
En el club hispano se reencontró con Luis “Tití” García Cortina, otrora su compañero de escuela en el Colegio Francés, y coincidió también con alguien con quien formaría una gran mancuerna dentro y fuera del campo: otro Luis, “el Pirata” de la Fuente. En las filas albinegras –de donde también saldría Manuel Alonso– se estaba gestando una de las mejores generaciones de futbolistas mexicanos de la historia.
Marcos ganó con el España la liga 1933–34. Cuando México tuvo que afrontar la eliminatoria para la Copa del Mundo Italia 1934, fue convocado a la selección nacional. De la Fuente y Alonso también. Al final de cuentas, nuestro biografiado solo jugó un partido eliminatorio, contra Cuba, el 18 de marzo de 1934, marcando uno de los goles con los que México aplastó a los caribeños esa tarde (4–1) en el Parque España. Pero siguió formando parte del seleccionado en toda la eliminatoria, incluido el encuentro decisivo en Roma contra Estados Unidos.

La aventura europea

Tras un viaje lleno de contratiempos, como divisiones entre los jugadores, la tan mexicana costumbre de dejar todo a la última hora (poco entrenamiento y mucha diversión en el barco), sin faltar –por supuesto– la clásica improvisación de los directivos, México arribó a la capital italiana seguro de vencer a los estadounidenses. Antes del partido, las vivencias ya se acumulaban: conocieron al Papa Pío XI, quien los bendijo; Fernando Marcos y Luis de la Fuente fueron arrestados por mentarle la madre a Mussolini; un supuesto director de cine italiano se “enamoró” del veracruzano… pero la verdad es que, entre la infaltable fiesta, el nerviosismo y la falta de preparación se iban acumulando.
El 24 de mayo, día del encuentro, en el Estadio del Partido Fascista (hoy aún en pie con el nombre de Flaminio), los dos seleccionados norteamericanos saltaron al campo. Los estadounidenses, con tres de los semifinalistas de 1930; los mexicanos, con seis jugadores del Necaxa y sólo uno del España: Manolo Alonso. Marcos y De la Fuente se quedaron en el banquillo. Su coequipero marcó el primer tanto al minuto 23, y todo parecía ir en orden, pero luego se apareció una pesadilla llamada Aldo Donelli y los gringos dieron la vuelta al marcador. Tras el descanso, el defensa derecho Antonio Azpiri fue expulsado. En ese tiempo se jugaba únicamente con dos zagueros y no había cambios. Los estragos de la ausencia de “El león de las canchas” fueron catastróficos: Donelli marcó otros dos goles, ante los cuales el tanto de “Nicho” Mejía, del Atlante, resultó insuficiente. Las barras y las estrellas se quedaban en Roma a disputar el mundial. El águila y la serpiente, maltrechas, deambularían por tierras europeas unas semanas más. Los federativos, confiados en que la selección clasificaría, habían comprado pasajes de regreso para mucho después.
En México, mientras tanto, en el Colegio Cristóbal Colón, donde Marcos trabajaba, toda actividad se suspendió para escuchar el partido por radio. A la decepción de la derrota del seleccionado se sumó la de que el maestro de ese plantel no actuó en el encuentro.
En el viejo continente, tras la derrota, el problema era costear la estancia de toda la delegación hasta que se pudiera volver. Para ello, se concertaron partidos en Suiza y en Holanda. Tras los mismos, vino el del 16 de junio en Gijón, contra la selección de Asturias. Aunque ésta venció por 5–2, cuatro jugadores llamaron la atención en la madre patria: el medio (luego sería defensa) Carlos Laviada y los delanteros Fernando Marcos, Manuel Alonso y Luis de la Fuente. Todos recibieron ofertas para quedarse a jugar en clubes hispanos. Laviada y Alonso aceptaron a la primera. Marcos y De la Fuente se negaron. De última hora, “el Pirata”, en buena medida motivado por obtener más dinero para el regreso de sus compañeros, accedió a quedarse a jugar en el Racing de Santander. Marcos tuvo que lanzarle sus maletas al muelle. Para él no había otro lugar para vivir que México. Convencido de su decisión, volvió a su país, llevando entre sus muchos recuerdos del viaje la visita al pueblo natal de su padre.

La lesión

De vuelta con el Club España, Fernando Marcos ganó con este equipo otra liga: la de 1935–36. Sería la última. En un partido contra los “rabanitos” del México, marcó tres goles. La respuesta fue una patada en la rodilla de la cual nunca pudo recuperarse. La breve carrera del futbolista había llegado a su fin. La del crack todólogo apenas estaba comenzando.

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